El abrigo, Jacinto se lo había regalado en su primera Navidad juntos. Zoila buscó la luz del sol. Se puso los anteojos y miró la tela marrón, las polillas lo habían dañado.
Lo dejó a un lado, conformada a que ya era hora de desecharlo.
Queriendo revivir una impresión del pasado buscó el labial para avivar su boca, enseguida se peinó el cabello con cuidado, y se puso el abrigo.
En ese instante, Jacinto, en calzoncillos largos, tomó la radio de encima del velador y la pegó a una oreja, para escuchar mejor las noticias de la mañana. Desorientado vagó por la casa. Al entrar al dormitorio de Zoila, vio a una mujer desconocida frente al espejo, y le dijo: «Señora, cuando mi esposa la vea con su abrigo, estará muy enfadada».
Ella, pacientemente, lo condujo de vueltas a su dormitorio y le puso los pantalones. Lo llevó a sentarse en un banquillo junto a los cardenales, en el patio de la casa. A continuación, se quitó el abrigo, lo sacudió por última vez y lo tiró en el basurero del rincón. Jacinto, quien la observaba, se dio cuenta de que la extraña no era otra que su mujer; enfadado, se levantó. Se dirigió hasta el basureo y abrió la tapa, recuperando el abrigo. Luego, mirándola con encono, volvió a sentarse en el banco y estrechó el abrigo contra su pecho, como si fuera el cuerpo joven de Zoila.