Arma elefante

 

A los dieciocho años, como una serpiente muda  su piel, me deshice de todo lo que me recordaba a mis padres.  Con un porro entre mis dedos viví  una vida disipada que duró varios años.

En una de las habituales fiestas a las que asistía, mientras Gastón y yo ligábamos, ocurrió  de súbito algo que causó un alboroto general.  Algunos se apresuraron a cerrar las puertas, mientras que otros lo hicieron con las ventanas.  Nosotros nos dirigimos hacia las cerradas ventanas para descubrir qué podría estar causando tal cambio de ambiente.  Al mirar a través de los cristales, vimos a un elefante correr calle abajo con la trompa levantada,  exhalando barritos ensordecedores; las sienes hinchadas y enrojecidas; trotaba con las patas delanteras mientras con las traseras caminaba a gran velocidad; los colmillos aparecían dispuestos para destruir cualquier objeto que se interpusiera en su camino. 

El miedo y la necesidad de protección nos abrumaron a todos en la fiesta. Por un instante pensamos que estábamos alucinando, pero no era así, estábamos testificando la realidad.  

El anfitrión apareció con un fusil de doble cañón y un calibre excesivo: el rifle elefante. De un tiro derribó seis toneladas de carne.

Por una explicación, miré a mi amigo.

 —No te asustes—, me dijo Gastón—. El elefante  estaba en la fiesta solo nos hemos hecho los distraídos.

Arma elefante(c)Javiera Vega

Tristán Cano

 

El psiquiatra recomendó a Tristán tomarse unas vacaciones en la costa. A los pocos días, Tristán  alquiló una habitación con vistas al mar en el piso doce de un lujoso hotel de cinco estrellas.  

La pausa le vino bien, pero conforme iba transcurriendo la semana, empezó a sentirse perezoso para retomar su trabajo.  

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Tía Sara

 

Mi tía Sara me llamó al trabajo, muy excitada, porque un organillero había estado tocando en la calle y ella había reconocido la melodía de Ay, Josefina, que cantaba su madre mientras pelaba las papas para la cazuela.   El organillero tenía un loro que había sido entrenado para sacar papelitos con la suerte de un cajón. 

 Me inquietó su relato, ya que había leído en Google que el último organillo fue vendido a un museo, en el extranjero, más de treinta años atrás.  

—Mi tía necesita compañía, me dije.  

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La última novela

 

Me dirigí hacia la pérgola, en las ramas del ciruelo pequeños brotes asomaban, anunciando la primavera; yo portaba mi ordenador. Samuel me envió un correo electrónico y lo abrí mientras estaba sentado a la mesa. Como había prometido, me envió el borrador de su nueva novela.   Antes de cumplir los treinta años, había publicado sus dos primeras obras, ambas galardonadas con múltiples premios. Su carrera había prosiguió, sin impedimento alguno, durante varias décadas.

 El viento trajo consigo un agradable aroma a lavanda y naranjas.  Comencé a leer el libro.  A los pocos momentos lo abandoné, extrañado por la trama débil y perezosa del texto.   Se echaba de menos la agudeza de su narrativa anterior.  Esto me preocupó mucho.

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La parca

 

 

Era una noche de verano calurosa y húmeda.  De pronto, un esqueleto apareció ante mí.  Los años y los gusanos habían devorado toda su carne. He examinado y clasificado numerosos huesos en mi vida. Estos tenían forma alargada y el tabique nasal era pequeño entre las cuencas oscuras. Aún conservaba sus pómulos prominentes, los dientes sanos y fuertes. Su sonrisa era rígida, de oreja a oreja, igual que la de todos los esqueletos. Su pelvis era amplia, como la de una mujer.  

Tras la primera conmoción, la invité a sentarse y le ofrecí una taza de té. Sin pronunciar una sola palabra, aceptó la invitación con un tenue movimiento de su cabeza.

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