
A los dieciocho años, como una serpiente muda su piel, me deshice de todo lo que me recordaba a mis padres. Con un porro entre mis dedos viví una vida disipada que duró varios años.
En una de las habituales fiestas a las que asistía, mientras Gastón y yo ligábamos, ocurrió de súbito algo que causó un alboroto general. Algunos se apresuraron a cerrar las puertas, mientras que otros lo hicieron con las ventanas. Nosotros nos dirigimos hacia las cerradas ventanas para descubrir qué podría estar causando tal cambio de ambiente. Al mirar a través de los cristales, vimos a un elefante correr calle abajo con la trompa levantada, exhalando barritos ensordecedores; las sienes hinchadas y enrojecidas; trotaba con las patas delanteras mientras con las traseras caminaba a gran velocidad; los colmillos aparecían dispuestos para destruir cualquier objeto que se interpusiera en su camino.
El miedo y la necesidad de protección nos abrumaron a todos en la fiesta. Por un instante pensamos que estábamos alucinando, pero no era así, estábamos testificando la realidad.
El anfitrión apareció con un fusil de doble cañón y un calibre excesivo: el rifle elefante. De un tiro derribó seis toneladas de carne.
Por una explicación, miré a mi amigo.
—No te asustes—, me dijo Gastón—. El elefante estaba en la fiesta solo nos hemos hecho los distraídos.
Arma elefante – (c) – Javiera Vega