Promesa de niña

Había en casa un balcón que se abría hacia la quebrada entre dos cerros. En ese balcón jugaba en bragas. Me encantaba disfrutar de esos momentos, sentir la frescura del aire en mi piel y exponerla a los rayos del sol.  Sabía que esta libertad no iba a durar, en unos años más mis pechos comenzarían a desarrollarse. 

Recurría, de vez en cuando, a tretas —como fingir un dolor de estómago— para evitar ir a la escuela y quedarme en casa. No me gustaba el colegio, me aburría, lo encontraba lento y monótono.  Después de la colación del mediodía —un tachón de leche caliente y pan con manjar o queso—, la profesora nos hacía dormir la siesta.  Mi brazo doblado sobre la cubierta del banco me servía de almohada. Las ventanas de la sala de clase muy altas y el sol entrando a raudales. Con un ojo a medio cerrar, miraba los tobillos hinchados de la maestra debajo del pupitre, veía su cabeza reposada sobre sus brazos regordetes, entregada a la siesta.

Aquel día me quedé en casa.  Me metí al baño, me esparcí el champú en el pelo y, una vez bien restregado, llamé a mi madre para que me revisara.  Apareció apurada, preocupada de que tanto tiempo desnudo me enfriara. Abrió el agua de la ducha y me azuzó a que me enjuagara rápido, luego agarró la toalla y me frotó la cabeza para s secar el pelo. 

«Lávate los dientes y  te apuraras en vestirme; si no, te vas a enfermar de verdad», me dijo.

Me gustaba estar con mamá, nos llevábamos bien y me regaloneaba cuando estábamos solas. Ese día yo me puse a cargo de mi hermanita y la entretuve con juegos, también le di su leche y la puse a dormir en su camita.  Después mi madre me preguntó qué quería almorzar, y como se suponía que yo estaba enferma del estómago, dije: papas cocidas con bistec.  Ella se rio.

-Claro, si estás enfermita; lástima, no podrás comer postre, es flan de chocolate.

-Sí puedo; ya me siento mejor.

A eso del mediodía mamá se dio cuenta de que faltaría el pan para el almuerzo y me pidió que fuera a comprarlo.  Partí contenta, sentí una sensación de libertad, caminar por la calle cuando los otros niños estaban en el colegio. Me fui saltando hasta la panadería, imaginando que no volvería más al colegio y me quedaría con mamá, niña, para el resto de mi vida. 

Al volver, cerca de mi casa, tuve un extraño presentimiento.  La vecina estaba en la ventana del segundo piso de su casa. La mujer me llamó: ¿y tú no fuiste hoy al colegio? Iba a contestarle cuando escuchamos los gritos de la pelea de mis padres.  Corrí hasta mi casa y comencé a golpear frenética la puerta de calle.  No me respondían, me puse a llorar y a gritar, la vecina en la ventana amenazó con llamar a la policía.  Mi padre abrió la puerta, pasé como un rayo delante de él, llamando a mi mamá. La encontré en su dormitorio, con la bebé en brazos, lloraban las dos. En la cara mi mamá tenía la muestra de una bofetea, la rabia me invadió y temblando grité: ¡mamá yo mato a mi papá, yo lo mato!  Mi madre dejó de sollozar y me miró espantada como si me desconociera. ¡Hija, es tu padre, eso ni lo pienses! Lo dijo tan hondo, tan dramática, que me hizo sentir avergonzada de mi arrebato. Escuché a mi padre salir dando un portazo. Entonces, a los ocho años, decidí no amar tanto.

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