La promesa de Weber

Soy Gen-kura, dueño de la piedra. Vivimos en las cuevas de la montaña de roca, rodeados de una vegetación abundante. Somos seres pequeños, de menos de un metro veinte de estatura; nuestros pies cuentan con una suela dura para protegernos de las espinas, gusanos e insectos venenosos que abundan en nuestro suelo. 

Nací de Oriones, cuando su sentimiento y el de mi padre se unieron en un acto de amor mental; esta es nuestra manera de procrear. Las féminas incuban durante siete meses la semilla de dos sentimientos auténticos.

Desde que era un crío, mis manos son diferentes. Tengo un quinto dedo pequeño llamado pulgar.  Se ha creído que el pulgar es una deformidad y, a medida que crecemos, se atrofia.  No pasó conmigo, ahora puedo rotarlo en 90 grados, a diferencia de mis otros cuatro dedos que rotan en 45 grados. Con el tiempo aprendí a sostener una pluma entre el dedo pulgar y el índice; al verme, mis instructores trabajaron en representar con signos nuestro lenguaje oral. Una vez concluido nuestro abecedario, se acordó de que yo escribiera los acontecimientos de nuestra comunidad.  Ya todos sabemos leer estos signos y pensamos que, en el futuro, pueden nacer otros niños con pulgares desarrollados.

Estoy con mi madre, excavando fósiles cerca de la poza, que estuvo durante miles de años contaminada, pero hoy es una fuente de agua dulce de muy buen sabor.  He hallado fósiles pertenecientes a la especie Homo sapiens, los cuales habitaron la tierra más de 60 millones de años atrás. En la mano, poseían un dedo pulgar, resistente y flexible, que les permitía apretar y utilizar herramientas con gran facilidad. Se infiere, por la gran variedad de objetos desenterrados, que contaban con una sociedad avanzada. 

Mi madre dijo: “a pesar del dedo pulgar que tenían, estos nunca evolucionaron a ser seres de paz, y en este contexto, aunque nuestro físico es una involución de ellos, nuestro poder para comprendernos y convivir en tranquilidad nos hace más evolucionados que los Homos Sapiens”.

Las lluvias torrenciales produjeron un aluvión en la Poza que dejó al descubierto un pedazo de piedra con signos que me intrigaron. “Och, mamo, nie płacz za mną. Z nieba zawsze będę z tobą”, muy curioso por descifrarlo, decidí consultar con otros; sin embargo, nadie pudo traducirlo. 

Una mañana, concentrado en los signos en la piedra, me fui en un viaje espacial; sentí un estupor en mi cabeza; me encontré caminando sobre una “tela de araña”.  Llegué a un lugar con una montaña similar a la nuestra y un valle verde. Vi a una niña, de trenzas rubias, cortar espigas de avena, olí la fragancia de la hierba… En mi piel sentí una persistente tibieza, escuché al río, descender de la montaña y murmurar en el valle. 

En el segundo viaje astral, escuché voces lamentándose con un profundo dolor. El dolor subía de lo hondo de la Tierra.  Sentí que los fósiles excavados en la poza recobraban sus carnes. Mi mente fue presa de una increíble emoción.

La escénica se alteró, el viento se desvaneció y la niña ya no recolectaba espigas silvestres. Comprendí lo que testificaba, una época tenebrosa: el espíritu por vivir y el deseo de morir, mezclados.  Ahora, la niña estaba en medio de otros prisioneros que inscribían sus nombres en la pared de la roca para impedir el olvido, para mostrar que habían existido. Ella, también, tomó una pequeña herramienta y empezó a raspar signos en la roca. “Oh, mamá, nie płacz za mną”. Z nieba zawsze będę z tobą”.  

«¡Todos afuera!», ordenó un soldado desde la entrada. La niña apresuró su tarea y dejó caer su herramienta. El soldado intrigado se acercó a leer, “Oh, mamá, nie płacz za mną”. Z nieba zawsze będę z tobą”.    

«¡Weber!», gritó el sargento, «ya están todos».  Weber trotó fuera, ya preparando su fusil. «Un día regresaré a esta comarca y daré tu mensaje a tu madre »

 …

Un día, mientras estaba sentado frente a mi ventana, recordé que ahora tenía la promesa de Weber y me preparé para otro viaje espacial.  

Caminé entre construcciones, ruinas, humo, cadáveres, en todas partes.  Acongojado, decidí huir de ese lugar. Tomé la huella de un camino polvoriento. Un soldado caminaba con su ropa desgarrada frente a mí, «es Weber», me dije.  A continuación, lo seguí.   Weber iba a cumplir su promesa hecha a la niña de trenzas rubias. 

Caminó hacia el pequeño pueblo del valle; entre las casas destruidas se asomaron ancianos sujetando palos. Alguien gritó: ¡es un soldado enemigo! Más gente y todos se abalanzaron a golpearlo, y cuando no pudieron más, Weber quedó en la calle para comida de los buitres. 

Yo me quedé sin descifrar el mensaje que la niña de trenzas rubias escribió a su madre treinta millones de años atrás; miré mis manos tan similares a las de esos hombres y un intenso presentimiento se apoderó de mí. 

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