
El psiquiatra recomendó a Tristán tomarse unas vacaciones en la costa. A los pocos días, Tristán alquiló una habitación con vistas al mar en el piso doce de un lujoso hotel de cinco estrellas.
La pausa le vino bien, pero conforme iba transcurriendo la semana, empezó a sentirse perezoso para retomar su trabajo.
Como era habitual en aquellos días, salió a caminar por la costanera. Se dirigió hacia las rocas en el lado sur de la playa, pero a mitad de camino, el paseo le resultó tedioso y decidió regresar al hotel.
En el hotel, un grupo de turistas de la tercera edad estaba ocupando toda la recepción. Tristán consiguió abrirse paso entre la gente y llegó hasta el bar. Pidió un bourbon y mientras lo tomaba, se dio cuenta de que a sus sesenta años no quería continuar viviendo de la misma manera que hasta ahora. Horas después, y algo ebrio, regresó a su habitación. Recordó a su esposa y se dio cuenta de que no le había telefoneado nada respecto a su salud; sin embargo, pospuso la llamada y se tendió en la cama, mirando el cielo raso, se quedó dormido. Al despertar, ya había anochecido. Se puso en pie y se asomó al balcón. El aroma del mar le evocó sus vacaciones de infancia en el pequeño pueblo costero donde vivían sus abuelos. ¡Qué distante estaba él del niño que un día escaló un ciprés y encontró un nido con un polluelo entre las ramas polvorientas! Lo había cogido con cuidado y lo había mantenido entre las palmas de sus manos, pero, de pronto, en un acto irracional, lo lanzó por los aires. El polluelo intentó volar, pero era demasiado joven y él, en el balcón del duodécimo piso del hotel, demasiado viejo.