
Mi tía Sara me llamó al trabajo, muy excitada, porque un organillero había estado tocando en la calle y ella había reconocido la melodía de Ay, Josefina, que cantaba su madre mientras pelaba las papas para la cazuela. El organillero tenía un loro que había sido entrenado para sacar papelitos con la suerte de un cajón.
Me inquietó su relato, ya que había leído en Google que el último organillo fue vendido a un museo, en el extranjero, más de treinta años atrás.
—Mi tía necesita compañía, me dije.
Algunos días después, una colega me mencionó que su gata había parido una camada de cinco gatitos que buscaban un hogar. — A mi tía le gustan los gatos—.
Fui a buscar a Micho. Después me dirigí a casa de mi tía; quedó encantada y desde ese día no volvió a ver al organillero, pero estuvo ocupada en informarme las travesuras del juguetón gatito. A medida que pasaban los meses, Micho resultó su mejor amigo.
No obstante, el espectro del músico callejero volvió a su mente el pasado domingo. Mi tía salió con Micho en brazos, para que el loro le diera un papel con la predicción del día.
— Micho se mostró impaciente, soltó un bufido y, al arquear el lomo, se liberó de mis brazos y saltó sobre el lorito. Yo, actuando de forma instintiva, lo agarré de las patas traseras y lo azoté contra el asfalto—dijo.
Pero y con voz quebrada me confesó:
—Era solo un gorrión que, con las plumas despeinadas, voló lejos.