
Me dirigí hacia la pérgola, en las ramas del ciruelo pequeños brotes asomaban, anunciando la primavera; yo portaba mi ordenador. Samuel me envió un correo electrónico y lo abrí mientras estaba sentado a la mesa. Como había prometido, me envió el borrador de su nueva novela. Antes de cumplir los treinta años, había publicado sus dos primeras obras, ambas galardonadas con múltiples premios. Su carrera había prosiguió, sin impedimento alguno, durante varias décadas.
El viento trajo consigo un agradable aroma a lavanda y naranjas. Comencé a leer el libro. A los pocos momentos lo abandoné, extrañado por la trama débil y perezosa del texto. Se echaba de menos la agudeza de su narrativa anterior. Esto me preocupó mucho.
Aquella noche, Marta, la esposa de Samuel, me sorprendió con su llamada. Comenzó por solicitarme que fuera amable con él.
—Siempre he sido así— me defendí.
Ella me confió que, dada la fragilidad de su salud, esta sería su última novela, y después de varios rodeos, dijo:
—No es una buena novela de Samuel. Debe convencerlo de que no la publique, pero sin revelarle la verdad.
—Querida Marta, en nuestra edad volvemos a ser niños y decimos lo que pensamos.
—No le puedes decir lo que opinas.
—¿Desea que le mienta?
— Te pido que lo desudes.
Marta estaba en lo cierto, publicar la novela podría dañar su reputación de escritor de calidad.
Estuve deliberando durante varios días qué acción debía tomar. Samuel valoraba mi opinión y no podía mentirle. Por otro lado, su estado de salud me complicaba. Sin embargo, debía hacer algo para protegerlo.
Cuando lo llamé finalmente, advertí por su tono de voz que estaba ansioso por oír mi opinión.
—Y, viejo, ¿te ha gustado?
—Me parece que está muy bien escrita.
—¡Excelente!
—Escucha, la historia… la historia carece de profundidad y giros.
—¿Te gusta o no?
—Ya le dije, está bien escrita, pero… creo que debería ser más atrevido.
— ¿Qué sugieres?— preguntó con impaciencia.
Me arrepentí de no haberle mentido cuando me di cuenta de que se estaba impacientando, pero él insistió en que le dijera que faltaba. Pensé rápidamente y, recurriendo a un poco de humor negro, le propuse:
—Convierte a la protagonista. Imaginemos que tiene fobia a tener relaciones sexuales de espaldas.
Esperé oír su risa, pero no me la dio.
Dos meses después, falleció sin haber publicado su última novela.