El diablo en el desierto

 

Cuando Carlitos visitó mi parroquia era un joven muy sensible, con una sensibilidad que resulta difícil de encontrar entre los muchachos de su edad. Él se unió al grupo de los “zapatitos”. Yo los llamaba así y les explicaba que era porque ellos tenían la impresión de que sus pies los estaban llevando a la iglesia.

La mayoría de los “zapatitos” eran jóvenes que empezaban a despertar a una sexualidad regulada por normas y expectativas familiares.  Sé que en algunos jóvenes tímidos el impulso sexual es fuerte y a la vez reprimido.  Muchos de los muchachos confesaban, avergonzados, que se masturbaban constantemente.  Pero mis “súbditos” debían ser leales y comprender que la benevolencia de Dios por sus pecados se manifestaba a través de mí, yo los absorbía y los motivaba a ser fuertes frente a la tentación de la carne.

Una vez que los tuve dentro de mi círculo, me dediqué a mostrarme más como un amigo que como un pastor. Comenzaba con gestos de amistad, como un apretón en el brazo, un beso cercano a los labios, una mano que acariciaba sus muslos mientras los confesaba y, cuando ya éramos amigos, les daba un pequeño toque en la zona genital.

Carlitos era el más sensual de todos, tenía fantasías con su madre desde que la había escuchado hacer el amor con su padre.  En la confesión, arrodillado y con su rostro muy cerca del mío, me habló de ella, me contó que un día su madre entró en el baño mientras él se bañaba y comenzó a restregarle la espalda; “me hablaba como si fuera un bebé, y esto me produjo una excitación sexual”.   Cuando se levantó tenía el pene erecto, lo acaricié por encima del pantalón y le dije: “Hermoso, ¡y ahora déjalo ir!”.

A partir de ese día, Carlitos se convirtió en uno de mis favoritos y empezamos a mantener largas conversaciones acerca de la verdadera amistad entre hombres.  Yo le hablaba de culturas en las que los hombres, como signo de amistad, se juntan los miembros viriles erectos. .  Por otro lado, lo amonestaba para que se mantuviera casto, alejado de actos sexuales con mujeres fáciles.

Siempre he creído que los cultos prosperan si sus miembros aprenden a ser abiertos y a guardar secretos al mismo tiempo. Cuando logré la plena confianza de Carlitos, mi mano aliviaba, casi como un ritual, la tensión de su deseo.  

Carlitos aceptó que yo era el cura santo que quería llevarlo a Dios y que lo satisfacía para que no cayera en cosas alejadas de la iglesia.  Mi tarea era convertirlo en un hombre virtuoso que dominara sus pensamientos lascivos y, de este modo, se transformara en un ser refinado, llamado a servir a Dios.  La religión y la filosofía tienen en común el hecho de que ambas se basan en un cuestionamiento interior. La diferencia radica en que la religión proporciona respuestas y la filosofía abre el espíritu humano a más cuestionamientos.  Carlitos buscaba respuestas y yo se las proporcionaba, actuando como su padre espiritual. De esta forma, lo hacía sentirse tranquilo.

Ninguno de estos jóvenes se habría acercado a mí si no se hubiese sentido diferente. Se trataba de “zapatitos”, hombres sensibles que requerían el respaldo divino para alejarse de sus pecados. Mi tarea fue seleccionarlos para el servicio de la iglesia.  Mis transgresiones reforzaron sus espíritus. Yo fui la personificación del mal en el desierto, les hablé, los tenté, algunos huyeron aterrados, algunos triunfaron, pero Carlitos me delató.

 

 

 

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