
En una aldea europea, vivía Clarisa, una joven dedicada al conocimiento científico y a la preparación de ungüentos para aliviar diversos dolores. Caminaba por el campo recolectando hierbas silvestres, raíces y flores. Maceraba las plantas en alcohol o las hervía para extraer los ingredientes medicinales.
En el bosque cercano habitaban enanos, a quienes nadie veía durante el día, pues pasaban las horas de luz en madrigueras para protegerse del sol. La radiación solar activaba los pigmentos en su piel, oscureciéndolos y matándolos. Eran artesanos expertos, trabajaban sobre el yunque con los metales con los que elaboraban espadas y armaduras. También se les atribuía el encanto de ser seductores, dueños de antiguos secretos para cautivar a las mujeres con solo mirarlas a los ojos.
Una noche, Clarisa se tropezó con un enano que estaba comenzando su trabajo diario. Había encendido leña en un gran brasero y se disponía a forjar una barra candente de metal en el yunque.
Ella lo miró fijamente, sorprendida. El enano era corpulento y al verla hizo una exagerada reverencia, diciendo:
— Mi nombre es Polibio, a vuestras órdenes. Y por Dios, dejadme acompañaros a vuestra casa. Hay muchos enanos buscando doncellas por el bosque para hacer con ellas los que le dicta el instinto.
Caminaron juntos bajo la luz de la luna. Él quedó encantado con la joven y, en breve, se hicieron amigos. Para que su amigo aumentara de estatura, ella preparó una mezcla con sus hierbas y le recetó que tomara un sorbo por la mañana y otro por la noche. Todo transcurrió bien hasta aquella noche en la que Polibio llegó a la casa de Clarisa, muy enfermo. Aquejado de fiebre, estuvo al borde de la muerte durante días. La muchacha lo curó con cataplasmas de barro y jengibre, y bebidas amargas. Una vez que la fiebre amainó, se levantó de la cama; había crecido más de un metro.
Algunos meses después, llegó a la iglesia del pueblo el Nuncio Papal para cobrar las indulgencias y deleitarse en lo morboso y prohibido. Escuchó atentamente los rumores de la gente acerca de las hechicerías de Clarisa y comprobó que era cierto que el enano había alcanzado la altura de un hombre normal y que se había casado con Clarisa.
Condenada como bruja por la opinión pública, el delegado papal ordenó el máximo acto de fe: arrojarla a las aguas del río. Si flotaba durante unos minutos era bruja; si se hundía y no reaparecía era inocente, injustamente acusada, y en camino al cielo.
En la primavera de 1315, cuando el trigo estaba aún verde, los campesinos de la comarca asistieron al acto de fe del Nuncio Papal. Clarisa fue arrojada al río y, conforme al principio de Arquímedes, flotó. Sacada rápidamente del agua, fue llevada a la hoguera y quemada viva.
Polibio, abrumado por el dolor de perder a su esposa, bebió un brebaje amarillento y amargo, herencia de Clarisa. Y, al convertirse en lobo, provocó la mayor hambruna que se haya visto en toda Europa. Destruyó todas las madrigueras de los conejos, los cuales se esparcieron por el campo comiendo todo lo que encontraron a su paso.