
El Tuco vagabundea por el balneario entre restaurantes y turistas. A menudo se le ve sentado en cualquier banco de la playa. Es un vagabundo inmundo y apestoso, un hombre que nadie quiere conocer.
Hoy mira el atardecer en el mar. A su izquierda, los edificios de la ciudad se esfuman tras la cortina del atardecer; enfrente, el sol teñía el horizonte de cálidos colores.
Todavía es temprano para acostarse, es la hora de fumar la colilla de cigarro que se recoge en cualquier suelo y de pensar en nada en particular.
Cuando le dé sueño se meterá en el saco y dormirá junto a las olas, ajeno a los ratones que corren entre las rocas cercanas al mar.
Se acuesta tarde y, cerca del amanecer, algo le despierta bruscamente al caerle encima. Se trata de una bolsa. Después del susto, el tuco se despierta y abre la bolsa, que contiene fajos de billetes. A su sorpresa, sigue su indiferencia. Los ojos del tuco no se avivan con su suerte porque en su vida el dinero ha perdido todo valor; más bien, se siente atemorizado. Como un niño asustado frente a una máscara demoníaca, se siente enfermo y le revuelven las tripas. Él sabe que es dinero sucio, así que, sin dudarlo, toma la pesada bolsa y la arroja, con fuerza, por encima de la ola; el impulso lo hace caer de culo sobre la arena húmeda. Aspira profundamente.
A la distancia, en la alborada del nuevo día, tres hombres de traje caminan hacia él.