
María es una joven artista del graffiti. Lleva en su mochila los tarros de pintura aerosol y un sándwich para el almuerzo.
Al atravesar el barrio-puerto, se encuentra con un perro que husmea en un contenedor de basura en la esquina. Es un quiltro mediano, fuerte, de color blanco con manchas negras. El perro huele la juventud y la determinación en la muchacha, y sin dudarlo, la sigue al trote.
Más adelante, la calle se ensancha para que los trolebuses puedan pasar. En la acera de enfrente, junto a la puerta de un bar, hay un hombre rubio que parece estar al acecho de algo. Ella, siente su mirada fija en su trasero, pero la compañía del perro la tranquiliza; le habla para que el hombre piense que es su perro guardián.
Al llegar a la esquina de la manzana, la joven se vuelve a mirar atrás; el hombre sigue en la puerta del bar, inmóvil. Ella atraviesa la calle y luego dobla a la izquierda, donde está la pared que ha elegido para pintar. Es la pared lateral de un viejo edificio, con revestimiento de cal blanca. En ese lugar empezó el mural de una gaviota posada en una roca del acantilado, frente al mar.
…
Unas semanas después, en la tienda de la esquina, una vecina dice molesta:
—Lo hizo en el fondo del patio; le dije al dueño varias veces que despejara el terreno, está lleno de arbustos y pastizales. Pero no hizo nada. ¡Yo sabía, algo iba a pasar en ese sitio!
—Hay muchos sitios abandonados en este barrio–, dice el almacenero.
—El perrito vuelve todas las tardes a mirar la pintura— dice la mujer de la tienda sentada a la caja.
La vecina lee la portada del diario que está apilado cerca de la salida. Dice: «La gaviota, último mural de la grafitera asesinada».